martes, 11 de septiembre de 2012

Supongo




       



       Nunca sabemos nada si no lo confirmamos, hasta ese momento sólo lo suponemos. Parece simple, por no decir que evidente.

       Ayer coincidí en un cajero automático, con la panadera. Llevaba la cabeza envuelta con una venda, y a mi pregunta, mitad educada y mitad curiosa, de "¿Qué le ha pasado?" me contestó: "¡Vaya, cómo si no se viera! Una brecha de cinco puntos que me han tenido que echar. Esta mañana al agacharme..." Llegó mi turno y ella continuaba con su detallado monólogo, poniéndole banda sonora a mi afortunadamente breve operación. Me despedí con un escueto "Que usted se mejore", justificado por el reducido espacio y por lo circunstancial del encuentro. De haber tenido lugar éste en la panadería, hubiese escuchado la historia completa, porque no te da el pan hasta que no ha terminado de hablar. Y además, los clientes habituales le prestan toda su atención, sin prisas.

       Llegando a casa encontré a Alfredo, el vecino, con un cubo y una esponja frotando los cristales del coche. Le pregunté, después de pensármelo, que cómo estaba. Se detuvo, me miró y me dijo: "He perdido la cuenta de todos los que habéis llegado con lo mismo, ¿Es que no ves cómo estoy?... limpiando el coche. Me bajé hace dos horas, con medio cubo de agua, una esponja, unos trapos viejos que me dió Loli y unos periódicos, que son lo mejor para..." Y antes de que terminara de explicar las funciones de cada uno de los elementos de limpieza le interrumpí: "Si, ya sé lo que estás haciendo, vengo viéndote desde que salí del cajero. Hablaba de tu salud, me dijo tu mujer que estabas con gripe" y me respondió que ya estaba mucho mejor, pero cuando empezó a narrar la curación, con los detalles del proceso de sudoración, tuve que despedirme: "Me alegro que esté bien, ahora me marcho que tengo mucho que limpiar yo también"

       No puedo entender por qué nos cuesta tanto meditar un instante nuestras palabras, antes de hacerlas. Y mira si nos gusta producirlas, habladas o escritas.

       Ya delante del portal, con las llaves en la mano listo  para entrar se abrió la puerta de golpe y salió Damián, sin saludar, rojo como un tomate y con el pelo revuleto. Es el huésped que tienen alojado, en una habitación con derecho a cocina, los vecinos, Alfredo y Loli.

       Se volvió antes de que cerrara y se disculpó. Le dije lo típico en estos casos: "No pasa nada..." Y me contestó: "Sí pasa Juanito, sí que pasa. Si estoy alterado, no tengo porqué hacérselo notar al primero que pasa a mi lado" Mi respuesta fue clara: "Comparto esa idea, pero todos fallamos, no somos campeones" y reanudando su camino me gritó: "¡Porque entrenamos poco!"

       Parece que ciertos valores, rancios como la templanza, siguen vigentes entre los que acuden al Templo buscando  Temple, aunque no sea para ceñir la espada y ordenarse Templarios.

       Damián tiene veinticinco años y es programador, supongo.

2 comentarios:

  1. A todos nos gusta ser escuchados y no todos tenemos el privilegio, debería estar menos penado hablar solos, supongo.

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  2. La necesidad de comunicar debería aparecer sólamente cuando tenemos algo interesante que decir a la persona que tenemos enfrente. Creo que es un desajuste, del que todos estamos afectados. Pelearse desnudos es una alternativa interesante a la conversación tradicional. Hablar solo, debería estar premiado.

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